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Domingo Soriano

¿En qué quedamos: el trabajo es un derecho, una condena o una bendición?

Por un lado, cada vez hay más personas con derecho a no trabajar. Por el otro, se suceden las campañas para mantener en activo a otros colectivos.

Por un lado, cada vez hay más personas con derecho a no trabajar. Por el otro, se suceden las campañas para mantener en activo a otros colectivos.
El secretario general de UGT, Pepe Álvarez, junto a las ministras Pilar Alegría, Yolanda Díaz y Elma Saiz, esta semana, en Madrid. | EFE

Un puñado de noticias con las que me encuentro en los últimos días, sólo aparentemente inconexas:

  • En España, UGT pide a la Seguridad Social que aquellas personas que han acumulado muchas horas extra a lo largo de su vida laboral puedan jubilarse de forma anticipada. El sindicato argumenta que ese tiempo trabajando de más ha supuesto un "desgaste" que debe ser recompensado a la hora de su retiro: "Si han hecho horas extra equivalentes a un año, vamos a pedir que puedan jubilarse un año antes".
  • Un análisis de The Spectator sobre un fenómeno muy curioso, el creciente número de británicos en edad de trabajar que viven de subsidios o ayudas: "Why Britain stopped working". Ejemplificado en "la tragedia de Blackpool", una ciudad en la que más de un cuarto de los residentes en edad de trabajar recibe este tipo de prestaciones.
  • En El Mundo miran a Japón, el país más envejecido del mundo (España sigue la misma senda, pero quince años más tarde). Y se detienen en un fenómeno curioso, los voluntarios de la tercera edad: "Ambos ancianos cruzan dos días a la semana media ciudad en metro para trabajar como voluntarios en la vigilancia y limpieza de un parque público. Las autoridades, a falta de mano de obra más joven, al final acaban tirando de jubilados para que ayuden a mantener el estándar japonés —ahora en peligro de colapso— de perfecta armonía entre orden y limpieza".
  • En Público, por su parte, anuncian que Sumar ha pedido al PSOE "ampliar a 20 semanas el permiso parental en la negociación de los Presupuestos": los de Díaz piden incrementar cuanto antes "los permisos de paternidad y maternidad desde 16 hasta 20 semanas. Se trata del principal permiso por crianza y es remunerado en su totalidad".
  • A raíz del cambio constitucional aprobado hace unas semanas, se recuperan algunos reportajes sobre el empleo de ciertos colectivos. Por ejemplo, este artículo de El País del año pasado que se titulaba: "La ardua inclusión laboral de las personas con discapacidad. La contratación dentro de este colectivo aumentó un 8 % en 2022, pero los prejuicios y el desconocimiento lastran una mayor incorporación de estas personas a las empresas ordinarias".
  • Y un análisis de La Información, sobre un fenómeno del que no se habla demasiado: "La cifra de trabajadores enfermos se duplicó en 2023: ¿Por qué las bajas laborales están disparadas en España?".

Podríamos seguir, por ejemplo, con los anuncios de nuestro Gobierno sobre la reducción de la jornada laboral: recordemos que el partido de la ministra del ramo quiere llevarla a 32 horas a la semana. ¿Qué tienen todas estas noticias en común? El trabajo. La falta o el exceso del mismo. Las propuestas para incrementarlo o para reducirlo.

Quizás sea la característica más peculiar de la política moderna. En otros asuntos es, para bien o para mal, más o menos constante. Pero en lo que hace referencia al empleo, podemos pasar en unos minutos de considerarlo un premio (por ejemplo, si el beneficiado del mismo tiene algún tipo de discapacidad) a una condena (si tienes una pequeña dolencia).

En realidad, este asunto del que se habla tan poco será una de las cuestiones definitorias de las próximas décadas en las socialdemocracias europeas (es decir, en todos los países de la UE). El estado del bienestar impulsado por nuestros políticos (y sus votantes) se sostiene alrededor de dos fuerzas que tiran en sentido contrario. Por una parte, la necesidad de ofrecer constantemente nuevos beneficios a un número creciente de colectivos. No vale con renovar los existentes. Estos últimos, por supuesto, hay que mantenerlos. Es parte del fenómeno del efecto trinquete, que Robert Higgs explica en Crisis y Leviatán: con cada crisis, el Estado crece con la excusa de las dificultades previas; y cuando terminan estos problemas, aunque retrocede ligeramente, siempre se mantiene en posiciones que antes no ocupaba.

Pero en democracia es muy complicado para un político llegar al poder prometiendo sólo mantener lo que hay. Una campaña electoral es una competición de promesas. ¿De qué tipo? De más gasto y esos nuevos "derechos" en los que nuestros estados son tan pródigos.

Bien, esta fuerza la tenemos muy identificada. Más gente pidiendo más.

Pero hablábamos antes de otra fuerza que empuja en dirección opuesta. Y ahí tenemos la imperiosa necesidad de financiar con la mano izquierda ese derecho que prometiste con la derecha. Porque eso hay que hacerlo cobrando impuestos a los que sí trabajan.

Obviedades

Dos imágenes para explicar una obviedad que casi nunca está presente en el debate público:

  • La primera la planteábamos hace unos meses, a cuenta de la edad de jubilación. A lo largo de nuestra vida, cada uno de nosotros consume más o menos lo que produce. Con matices, porque está el papel del ahorro y porque al morir la sociedad en la que vivimos es más rica que cuando nacimos. De esta manera, a grandes rasgos podríamos ver nuestra vida como un reparto en el que durante los primeros y últimos veinte años vivimos de lo que otros producen; y entre los 20 y los 65 años generamos producción para (i) mantenernos a nosotros mismos y (ii) cubrir las necesidades de los menores y los mayores.
  • La segunda foto es todavía más clara. Imaginemos una sociedad en la que sólo la mitad de la población tiene un empleo (produce) y la otra mitad es dependiente (menores de edad, ancianos, estudiantes...) Tampoco hay que imaginar mucho: España tiene actualmente unos 47,5 millones de habitantes y poco más de 20 millones de ocupados. Esto nos deja una ecuación muy sencilla; cada ocupado tiene que trabajar para mantener (alimentar, vestir...) a dos personas: él mismo y el dependiente que le toque.

Lo anterior no quiere decir que esta situación sea injusta. O que sea algo propio de países disfuncionales. Todos vemos lógico que niños o ancianos sean sostenidos por los trabajadores en edad madura de una forma u otra (con políticas públicas o con apoyo privado). No estamos haciendo una lectura moral, sino matemática: aquí hablamos sólo de sumar y restar.

Y volvemos a las noticias con las que comenzábamos esta columna. Porque la mezcla es, como mínimo, llamativa. Por un lado, cada vez más personas con derecho a no trabajar. O con más facilidades para no hacerlo. Por el otro, campañas para mantener en activo a los mayores de 65 o para integrar en el mercado laboral a colectivos que tradicionalmente estaban al margen del mismo.

Siempre recuerdo una anécdota de mi primer empleo como becario, en una multinacional del sector tecnológico. Aunque hace ya más de dos décadas, aquella empresa estaba muy avanzada en cuestiones de inclusión. Así, unos pisos más allá del mío, había una persona ciega con la que te cruzabas por los pasillos o el ascensor a menudo. Según me contaron, habían adaptado el ordenador a sus necesidades y trabajaba sin ningún problema. De hecho, estaba muy bien considerada por su seriedad y por cómo cumplía con sus tareas. Pero lo que recuerdo con más asombro no es eso, sino el día que pregunté por otra persona de otro departamento que apenas aparecía por la oficina. Sus compañeros me comentaron que era una especie de profesional de las bajas, que iba encadenando hasta el límite permitido legalmente, para aparecer lo menos posible por allí.

La disparidad entre uno y otro caso me llamó mucho la atención. Hacemos lo que sea para que trabaje uno; y, al mismo tiempo, damos todas las facilidades del mundo para que se escaquee el otro.

La tensión

Más allá de la anécdota, lo que queda es la tensión entre el derecho garantizado y la financiación del mismo. Da igual si pensamos que es justo o no. Incluso si creemos que todas las bajas médicas están justificadas; si estamos convencidos de que los estudiantes universitarios deben seguir estudiando a costa del Estado hasta que ellos quieran (licenciatura, máster, doctorado); si nos parece un derecho intocable permitir que las profesiones más duras tengan condiciones de jubilación especiales; o si nos parece ineludible incrementar los permisos de paternidad y maternidad para impulsar la natalidad.

Tanto si te crees todo esto como si piensas que se nos ha ido la mano, el problema en realidad es el mismo. ¿Quién paga? ¿Y qué incentivos tiene a seguir haciéndolo?

Por último, como de sostenible es una retórica con la que al mismo tiempo nos dicen que sería fantástico que cumpliésemos las condiciones para jubilarnos a los 55 y que sería igualmente maravilloso que, si no las cumplimos, pudiésemos seguir en activo hasta los 75.

Yolanda Díaz, por ejemplo, los lunes habla del trabajo como una bendición si los datos de paro o afiliación so positivos; los martes, asegura que es una condena y por eso hay que reducir la jornada laboral todo lo que se pueda; y los miércoles es un derecho que asiste a tal o cual colectivo; los jueves es el día de los impuestos, que siempre parece que salen de la nada, de "los ricos" o "las multinacionales", como si los productos que estas venden cayeran como un maná del cielo. Nuestros políticos hacen muchas contorsiones argumentales, pero será muy interesante comprobar cómo mantendrán el equilibrio en este punto. Incluso para los más duchos en la materia de prometer el blanco y el negro en la misma frase, será todo un reto.

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