Un tuit interesante de la siempre interesante cuenta de Juan Luis Jiménez:
¿Podría interesar a las grandes empresas con poder de mercado que se aumente el salario mínimo?
Sí, porque las pequeñas empresas no pueden soportar el aumento de costes y provoca cierres, con lo que las grandes aumentan su cuota y recuperan encareciendo sus productos. pic.twitter.com/srlp4TtfVM
— Juan Luis Jiménez (@JuanLuis_JG) November 27, 2024
¿A las empresas les gusta el salario mínimo? Pues, así de primeras, parece que a las grandes no les importa tanto que exista y que sea elevado (en términos relativos) como podríamos pensar en un inicio.
Puede que el resultado de este estudio parezca llamativo. Pero no lo es tanto. Siempre que valoramos una medida legislativa, pensamos en si será bueno o malo para empresas o trabajadores. Y los metemos a todos en el mismo saco. No deberíamos. Porque a cada una de esas empresas o empleados no le interesa lo que le vaya bien en agregado a su colectivo, sino su situación particular. Así, cualquier norma, que podría ser buena o mala para el conjunto, tendrá una valoración muy diferente de cada uno de los jugadores en función de cómo sea su posición relativa y cómo le afecte.
Por ejemplo, el salario mínimo. ¿Puede destruir empleo en el agregado? Sí, pero los trabajadores afectados para bien (mantienen su trabajo y cobran un poco más) estarán encantados. Y no será sencillo que los otros culpen a la norma de su no-empleo.
En las empresas pasa algo parecido. Si hablamos en términos teóricos, probablemente la mayoría de los empresarios te dirán que no están a favor del salario mínimo, que tendrá efectos negativos en el empleo o que una subida de los costes laborales no asociada a mejoras de productividad tiene las patas muy cortas. Pero no hablamos en teoría, sino en la práctica. Ahí, lo que tenemos es que no a todas las empresas les afecta igual. Las grandes compañías pagan sueldos mucho más elevados y tienen muchos menos empleados en la zona cercana al nivel salarial del SMI [Nota: hoy no entraremos en detalle en este punto; pero, pese a la retórica habitual de nuestros políticos, en España, el tamaño de la empresa es una de las métricas que mejor correlaciona en positivo con los sueldos. Si quieren más productividad y sueldos más altos, dejen crecer a las empresas].
¿Y qué ocurre si a las pequeñas les afecta mucho más? Pues que les será mucho más complicado competir, porque sus costes están disparados. Para retar al que ya tiene una posición establecida, una de las mejores armas suelen ser precios bajos: pero así es mucho más difícil.
Además, un SMI creciente no sólo afecta a las empresas según el tamaño. Si lo miramos desde un punto de vista geográfico, de nuevo vemos efectos inesperados de medidas que se justifican en la protección de aquellos a los que termina perjudicando. En España, por ejemplo, los expertos lo han denunciado a menudo en los últimos años. Un SMI que tome como referencia el salario mediano en el conjunto del país no será un problema especialmente grave en Madrid o Barcelona. Puede haber algún sector específico en el que se haga notar más, pero la incidencia será mínima por pura estadística: apenas hay trabajadores en esas ciudades que cobren por debajo de las cifras que blande Yolanda Díaz. En un pueblo de Badajoz, la cosa cambia y una cifra que desde la capital se ve como apenas suficiente para vivir puede estar al límite de lo que cualquiera de sus empresas puede pagar para determinados puestos.
Una coalición silenciosa
De hecho, más allá del salario mínimo, ésta es una tendencia general de los últimos 20-30 años en Europa. La coalición silenciosa entre el regulador y la gran empresa no tiene voceros, pero sí resultados. A ninguno le interesa expresarlo en voz alta; puede que incluso la mayoría de los que forman parte ni siquiera sean conscientes de que forman parte de esa coalición (lo negarían, si les preguntásemos, y creerían estar diciendo la verdad). Pero al final están juntos porque a todos les interesa mantener lo más intacto posible el statu quo.
En teoría, los partidos se pelean para ser los que más dicen defender a la pequeña empresa. Por su parte, a los grandes empresarios tampoco les conviene aparecer demasiado cerca del poder en la foto. Pero si vamos más allá de la retórica o el titular, la comunión de intereses es obvia.
Unos impulsan una legislación cada vez más confusa, prolija y compleja. Algo que les da poder y justifica su existencia. En un mundo cada vez más rico, en el que el Estado debería estar en retirada porque ya no hace falta para aquello que justificó su expansión hace 70-80 años (otro debate es si aquello estaba realmente justificado entonces), lo cierto es que cada vez ocupa más espacios en parte debido a ese creciente peso de la burocracia. Los otros se aprovechan de las barreras de entrada que esa normativa supone para sus competidores.
Da igual si hablamos de planes de igualdad, criterios ESG o condiciones pactadas por convenio: cuanto más enrevesada sea una norma y más costes imponga, más perjudicará a las pequeñas empresas frente a las grandes. Si hay un campo en el que las economías de escala están más presentes es el administrativo: de la gestión de los recursos humanos al cumplimiento tributario, pasando por la pura recogida de información con la que demostrar que se cumple con una norma. El problema es que esto no sale gratis: porque no dejan de ser costes y quizás los de fuera no los tengan que afrontar. Una queja común en los empresarios españoles es que lo que a ellos se les exige no está entre las preocupaciones de sus competidores chinos, marroquíes o latinoamericanos. Eso es verdad, pero igual lo es que también ahí será más fácil acomodarse para una empresa de 5.000 empleados que para una de 50. Así, en el día a día, el abrazo del oso del regulador parece que les protege (porque pone a su competencia más directa en un aprieto); a medio plazo, como se demuestra de forma cada vez más evidente en toda Europa, terminará por ahogarles.