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Ignacio Moncada

La dictadura del corto plazo

No por casualidad, Lord Keynes afirmó que “el largo plazo no es una buena guía para evaluar la política económica. A largo plazo todos estaremos muertos”. Y se quedó tan ancho.

La mayor parte de los cambios suelen tener un cierto periodo de ajuste. Incluso a nivel personal, muchas de las acciones que emprendemos a diario no nos dan un placer inmediato, sino que las llevamos a cabo para lograr una mejora a largo plazo. Los casos más típicos de este tipo de comportamiento, el estudio y el trabajo, son las actividades que más tiempo ocupan a la mayor parte de la población. Sabemos que, aunque nos supongan un considerable esfuerzo, las debemos acometer para aumentar nuestra riqueza material y personal en el futuro. Cuando renunciamos a llevar a cabo esas actividades por el simple hecho de evitar hacer el esfuerzo, aún a costa de empobrecernos en el largo plazo, caemos en el vicio que denominamos pereza. Cuando esto mismo no es decisión del individuo, sino de las autoridades políticas, el vicio pasa a llamarse keynesianismo.

Henry Hazlitt, en su genial libro Economía en una lección, afirmó que "el mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá". En su magistral obra, de recomendada lectura, el economista americano va demostrando que la política económica está infestada de políticas dirigidas a darnos una breve satisfacción hoy, dejando las graves consecuencias para mañana. El texto supone una enmienda a la totalidad a la filosofía económica promulgada por Lord Keynes. No por casualidad, el influyente economista inglés afirmó que "el largo plazo no es una buena guía para evaluar la política económica. A largo plazo todos estaremos muertos". Y se quedó tan ancho.

En los problemáticos días que vive Europa, y buena parte del mundo, seguimos orientando la política económica al corto plazo, descuidando las consecuencias que tendrá mañana. Es lo que sucede, por ejemplo, con el asunto de los eurobonos, o con las compras de deuda pública por parte del BCE. Otro claro ejemplo es que los políticos, una vez que la burbuja ha reventado ante sus narices y se encuentran con un Estado enorme e insostenible, siguen sugiriendo que la salida no pasa por reducir su tamaño hasta que podamos, al menos, permitírnoslo. Argumentan que, aunque se puedan recortar algunos gastos "superfluos", el grueso del desajuste contable (valiente eufemismo para evitar decir despilfarro) queda cubierto por subidas de impuestos. Las inevitables consecuencias llegarán a medio plazo. Con más impuestos la gente tendrá menos dinero. Consumirá e invertirá menos. Y la depresión económica durará más tiempo. Pero, de momento, nuestros políticos se pueden seguir dando el gustazo de ahorrarse el esfuerzo.

Lo preocupante es que nuestros derrochadores gobernantes y sus mentores keynesianos no se hayan dado cuenta de que el largo plazo no es un concepto remoto. Permanentemente vivimos en lo que ayer era el largo plazo. Es decir, que siempre estamos viviendo las consecuencias de los actos pasados. El problema por el que este vicio se ha institucionalizado, formando una suerte de dictadura del corto plazo, es que el objetivo de nuestros gobernantes es ganar las siguientes elecciones. Si al día siguiente todos estamos muertos, como decía Keynes, no es algo que les preocupe en exceso. Por eso nos sigue pasando como a Oscar Wilde tras su vida de despilfarro: que nos morimos por encima de nuestras posibilidades.

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