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Jesús Colmenares

Tulipanes y nueva economía

¿Qué tienen que ver esas flores holandesas con la caída de los valores de la Nueva Economía? Los que hayan estudiado ciencias económicas lo saben de sobra, pero el común de los mortales se preguntará por qué su cartera de valores vale la mitad que hace un año y cómo es posible que los índices de la Bolsa se encuentren en zonas de hace dieciséis meses.

Los lectores de esta sección quizá recuerden que en noviembre pasado escribí que la crisis de las tecnológicas podría llevar al índice estadounidense Nasdaq a 2.000 puntos (desde el máximo de 5.130 hace exactamente un año). Esta previsión, desgraciadamente, se acaba de cumplir.

Las razones de esta crisis hay que buscarlas en el juego de la Bolsa, que puede compararse a un concurso de belleza: los concursantes tienen que elegir las caras más atractivas entre un centenar de fotografías y gana el premio la persona cuya elección más se aproxima al promedio de preferencias del conjunto de los competidores. Todos los concursantes se comportan de la misma manera: no se trata de seleccionar los rostros que consideremos más atractivos, ni siquiera los que la opinión general cree que lo son efectivamente: hemos llegado a una tercera fase en la que dedicamos nuestra inteligencia a anticipar lo que la opinión general espera que sea el gusto general. Y existen algunos que practican las fases cuarta, quinta y otras superiores, aseguraba el economista británico John Maynard Keynes, autor de estas reflexiones, que le permitieron por cierto hacerse millonario al aplicarlas en las primeras décadas del siglo pasado.

Si aplicamos esta teoría, nos explicamos por qué cuando se produce una euforia compradora alguien puede pensar que la gente se ha vuelto loca si adquiere una acción por 120 euros, cuando su valor intrínseco es la décima parte (por ejemplo, Terra). Pero la realidad es que el comprador paga ese excesivo precio porque piensa que va a encontrar a alguien aún más loco que él a quien podrá revendérsela a un precio superior.

Una acción vale lo que los posibles compradores estén dispuestos a pagar por ella: la cuestión es comprar antes de que el resto se dé cuenta y vender antes de que los demás sepan que se han metido en una burbuja financiera. La memoria del público sobre los peligros de la euforia financiera no llega a más de un par de décadas, por lo que estamos condenados a repetirnos de forma indefinida, dice el catedrático de economía Juan Mascareñas Pérez-Íñigo, y yo añado que ya no son décadas, sino pocos años, porque los inversores que se han incorporado masivamente a la Renta Variable española no tienen experiencia histórica.

La locura de los bulbos de tulipán empezó en Holanda en 1593, cuando un diplomático introdujo en el país una colección de plantas que venían de Turquía y que conquistaron el favor del público por sus vistosos colores. El precio de venta de los bulbos era ya alto por entonces, pero se multiplicó de forma meteórica porque la demanda aumentaba de forma desorbitada y la oferta era escasa: los precios de multiplicaron por veinte hasta que en 1637 alguien empezó a vender y se desplomaron en medio del pánico generalizado para igualarse después con los de otras cebollas.

Otros ejemplos de euforia se produjeron en el siglo XVII, cuando se creó en el Reino Unido la compañía de los Mares del Sur, que avaló parte de la deuda del estado a cambio del monopolio del comercio con la actual Latinoamérica. La gestión de la compañía fue un desastre, pero nadie se daba cuenta, mientras las acciones subieron de 55 libras a mil en un año y la moda de comprar acciones de empresas cundía entre la población. Cuando los directivos de la compañía se dieron cuenta de que los precios de las acciones no tenían nada que ver con la realidad, se pusieron a vender y se desinfló la burbuja con la consiguiente crisis que afectó a la economía de la isla.

La Compañía del Mississipi en la Francia de 1716 fue algo parecido. Emitió acciones respaldadas por el oro que pensaba encontrar en la región de Luisiana, con la consiguiente euforia que multiplicó por miles el valor de los títulos... mientras en esa zona actualmente de Estados Unidos no aparecía una triste pepita. Otros ejemplos de precios desorbitados se produjeron en 1815 con la exportación de ovejas merinas españolas a Estados Unidos, con el “crack” de Wall Street de 1929 y con la crisis de octubre de 1987, también en la Bolsa de Nueva York.

En todos estos ejemplos, las acciones llegaron a precios irracionales que no tenían nada que ver con el valor de la empresa, ni podían justificarse por la esperanza de que en el futuro los rendimientos iban a reflejar estas valoraciones desorbitadas. La memoria humana ha vuelto a caer en el mismo pecado que en estos casos históricos, con la espectacular subida del precio de las acciones de los valores de telecomunicaciones y nuevas tecnologías a partir de 1999 y la no menos impresionante caída en los últimos doce meses.

Para los que se quieran consolar, quien hubiera invertido en el índice Nasdaq en 1996 tiene un beneficio del 50 por ciento hasta hoy, incluso teniendo en cuenta la reciente crisis que ha reventado la burbuja tecnológica: la Bolsa es un negocio rentable a medio y largo plazo, pero a nadie le interesa esperar tanto.

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